La liquidación privada de sociedades en Colombia es un mecanismo legítimo de extinción de la persona jurídica regulado por el Código de Comercio y la Ley 1429 del 2010. A partir de la disolución, ya sea por disposición legal o por acuerdo entre los accionistas, cobra especial relevancia el régimen de los administradores, los deberes y obligaciones que deben cumplir durante y después del proceso de liquidación.
No obstante, su aparente sencillez ha llevado a que administradores y accionistas la perciban como una vía de escape para cesar operaciones, sin tener en cuenta las cargas legales y operativas que implica este proceso, exponiéndose incluso a responsabilidades patrimoniales que recaen sobre quienes, en funciones de dirección, administración y representación omiten deberes esenciales durante el trámite liquidatorio.
Lo anterior, debido a que la cancelación de la matrícula mercantil de una sociedad se logra tan solo con elaboración del acta de liquidación y su registro ante la Cámara de Comercio correspondiente. Esta entidad registral se rige bajo el principio de legalidad y buena fe, limitándose a verificar requisitos formales y no tiene facultades para comprobar la veracidad de lo contenido en el acta, labor que correspondería a los jueces de la república o a la Superintendencia de Sociedades como autoridades competentes, cuando sea el caso.
De allí que, si bien liquidar una sociedad con obligaciones pendientes, aunque pueda parecer alarmante, es jurídicamente viable, cobra más relevancia el riesgo en cabeza del administrador si los procesos de liquidación se adelantan desconociendo los deberes que la ley impone.
Uno de los más sensibles es la obligación de informar a los acreedores la situación de liquidación de la sociedad, una vez disuelta, mediante un aviso publicado en un periódico que circule regularmente en el lugar del domicilio social y que se fije en lugar visible de las oficinas y establecimientos de comercio de la sociedad (artículo 232 del Código de Comercio).
Esta medida, lejos de ser una formalidad menor, constituye la garantía de los acreedores para hacer valer sus derechos. Su omisión no solo vicia el proceso, sino que ha servido de fundamento para declarar la responsabilidad personal del liquidador en procesos jurisdiccionales ante la Superintendencia de Sociedades.
Igualmente, a partir de la entrada en disolución de una sociedad, el liquidador debe limitarse a realizar los actos estrictamente encaminados a poder liquidar la compañía. El artículo 222 del Código de Comercio establece que en estos casos la sociedad conserva una capacidad jurídica exclusivamente para adelantar las gestiones orientadas a su liquidación, por fuera de ello se configura una extralimitación que compromete directamente la responsabilidad de quien se encuentre administrando y representado.
Otro foco de riesgo es el manejo de los pasivos, toda vez que puede liquidarse una sociedad con deudas, siempre que se incluyan dentro del inventario final y estableciendo mecanismos para ser atendidas, excluirlas supone un fraude para los acreedores. Lo mismo ocurre con la prelación de créditos: la distribución de los activos debe respetar estrictamente el orden legal previsto en el Código Civil (artículos 2488 y ss.); pues su desconocimiento puede derivar en reclamaciones contra los administradores que realicen pagos indebidos y/o en la obligación de restituir lo recibido por parte de los accionistas beneficiados.
Las contingencias también pueden ser consideradas un riesgo. La ley permite cancelar la matrícula mercantil aun cuando existan procesos judiciales en curso, pero en tales casos el liquidador tiene el deber de anticipar la posible materialización de esas contingencias y provisionar en el inventario los recursos necesarios para atender una eventual condena.
Por el contrario, si los activos se reparten sin prever ese escenario y posteriormente sobreviene una sentencia condenatoria, aun sin que la persona jurídica exista formalmente (por tener cancelada su matrícula mercantil) el patrimonio personal del liquidador podría verse comprometido de manera ilimitada.
Esto ocurre, claro está, en escenarios en los cuales se pueda probar un actuar negligente o doloso por parte del liquidador, (i) habiendo estado la sociedad con la capacidad económica para incluir un pasivo contingente dentro del inventario de liquidación, tratándose de contingencias con una probabilidad materializable que pudo ser prevista. O, incluso, (ii) si se llegase a interpretar como una maniobra para evadir el cumplimiento de obligaciones o frustrar la ejecución de decisiones judiciales, entre otros escenarios.
El régimen de responsabilidad del liquidador es especialmente exigente. En su calidad de administrador, está sujeto al artículo 24 de la Ley 222 de 1995, que establece responsabilidad solidaria e ilimitada por los perjuicios causados a la sociedad, a los socios o a terceros, cuando actúe con dolo o culpa, incumpla sus deberes o se extralimite en sus funciones.
Ahora bien, el incumplimiento de estos deberes no genera automáticamente responsabilidad. Sin embargo, basta con que un acreedor demuestre que no fue informado, que su crédito fue omitido solo después de liquidada la sociedad o que se desconoció la prelación legal, para que el liquidador pueda ser declarado responsable con su propio patrimonio en un proceso judicial.
Incluso, el artículo 25 de la Ley 1429 de 2010 faculta a la Superintendencia de Sociedades para extender esa responsabilidad solidaria a los accionistas cuando en la liquidación se desconoce el pago de pasivos externos, sin que se trate de una acción tendiente a la desestimación de la personalidad jurídica o el llamado levantamiento del velo corporativo.
En definitiva, la función del liquidador transciende la simple administración final de los activos e impone un estándar elevado de diligencia, incluso con riesgos más altos que si se tratara de una sociedad en marcha, puesto que se convierte en el garante último de la legalidad, la transparencia y la protección de acreedores.